“El Pejesapo” de José Luis Sepúlveda
“Si uno tiene como meta estrenar en el Hoyts, claramente tu rumbo no es el tema social. Lo social circula en círculo muy pequeño y cerrado”. Estas palabras nacen de una entrevista realizada a Carlos Leiva, joven director premiado por los cortometrajes “El Hijo” y el recién estrenado “Ambiente Familiar”. Él es un fiel representante de una generación de nuevos cineastas chilenos donde el rumbo que toman sus películas se centra en la socialización de temáticas, independientes cuáles sean, pero que derivan de uno u otro modo en un cine desde y hacia la geografía social. Qué punto en común tienen directores como Carlos Leiva o Christopher Murray con películas como “Tony Manero”, “El poder de la palabra”, “Los otros días” o “Ciudad de papel”. En buen chileno, un aire. Un aire a lo social. A abarcar temáticas o ideas que sean necesarias, que desde el momento en que comienzas a ver la película no te tengas que preguntar: ¿por qué estoy viendo esto? Que una obra cobre importancia nace, antes que cualquier virtud técnica o artística, es por su contingencia. Que tenga sentido grabar la película ahora y no en otro momento. Esa es una característica que hereda el cine latinoamericano desde la conceptualización del neorrealismo italiano y que se refleja de manera perfecta en un lugar del mundo donde las posibilidades para rodar un largometraje son escasas. Así, no sólo comienzan a cuestionarse los géneros y las técnicas, como los italianos lo hicieron en su tiempo, aquí ya desafiamos los soportes y las duraciones. Hoy, una película no se concibe desde la etiqueta largometraje de ficción, sino que una obra genera su propio camino desde la exploración y el devenir que la idea original vaya encausando a lo largo del tiempo. Asimismo, una nueva camada de obras ha logrado hacerse un espacio no sólo en la realización sino también en la crítica.
“El pejesapo” de José Luis Sepúlveda es una obra que se plantea como un devenir constante no sólo a través del periplo propio del personaje en escena sino que a través de la interacción entre el autor y el mundo y que refleja en la audiencia un constante limbo entre el juicio y la contemplación. Aún así, “El pejesapo” genera disyuntivas y cuestionamientos que se enmarcan más dentro de una posición ideológica del director que por sobre la lógica estética del marco teórico bajo el que trabaja. Técnicas, géneros y estilos se mezclan a favor del discurso guerrillero y entregan una visión de mundo por sobre un punto de vista pragmático y específico que la obra como discurso en sí mismo podría contar y que opta por ser más una exploración que una película.
Si comparamos el estilo de seguimiento documental importado por el cine latinoamericano desde influencias neorrealistas y lo aplicamos al modo de registro de Sepúlveda (sobre todo en los diálogos), llegamos a una exacerbación del estilo confundiéndolo incluso con una cámara presencial intervencionista. Si bien, la cámara nunca se convierte en un personaje, ni adquiere tono de narrador, si explicita la muestra a un tercero. Esa cámara evidencia la imagen de una audiencia presente e involucrada en el mundo de los personajes donde uno deja de ser un mero espectador y se convierte en un testigo presencial de lo que está puesto (o ocurriendo) en escena. El soliloquio constante de Daniel SS lleva incluso a confundir la mirada de la cámara y a vagar repetidamente entre la segunda y la tercera persona (llegando en momentos a cobrar una mirada irónica donde el discurso pareciese que proviene de la cámara y que suele percibirse como error de registro, como ocurre en la primera discusión de Daniel SS y su esposa).
Este límite bajo el que se sitúa el narrador de la obra, entrega una postura de indefinición de un Sepúlveda frente a una sociedad que por momentos maneja, por otros observa y que incluso intuye (recurso explicitado en las dos primeras escenas donde inserta de inmediato la cornisa por la que caminará la obra). La utilización de actores no profesionales, el uso de la improvisación, la mezcla con relaciones reales, los saltos de técnicas de fotografía, la suciedad decidida del sonido y la cámara dejan de ser características y se convierten en alicientes de la intención principal. Una intención que, de paso, no está tampoco tan definida porque eso es lo que Sepúlveda pretende: cuestionar, evidenciar y llevar a tela de juicio el status quo de un medio donde el foco sigue siendo la técnica por sobre el cuestionamiento social. En esta película las decisiones son radicalizadas al punto de que la discusión deje de ser la estilización y comience a ser lo que se muestra. La idea de generar debate a través de una obra es una idea muy propia de la socialización del cine que en la historia no sólo ha comenzado el camino de procesos contestatarios como el neorrealismo y descendientes de este como el cine boliviano o el mismo cine chileno de Littín, Francia, Ruíz y otros, sino que de referentes absolutamente ajenos pero que responden a la misma necesidad de cuestionar el tipo de cine que se está haciendo en su sociedad y de situar el foco del discurso, primero que todo, en romper las reglas y a partir de eso idear una forma revolucionaria de mostrar ideas en pantalla grande (como lo hizo John Waters con el estreno de “Pink Flamigos” (1972), por ejemplo).
Desde esta mirada, Sepúlveda rompe las tendencias y la manera de plantear una obra audiovisual, no sólo en términos narrativos (estructura, ganancia-pérdida, punto de máxima perturbación interno en la escena, escenas de transición, implantes, etc,) sino que desde el cómo se plantea el llevarla a cabo (porque bajo ningún caso puede ser enjuiciada bajo la idea de una película fácil, poco cuidada o desordenada, tras estas decisiones hay una finalidad que puede ser criticable o no pero que nacen a raíz de una búsqueda particular y una necesidad autoral, independiente de la efectividad o de la utilización correcta de las técnicas escogidas que se discuten a partir de este momento). La restitución poética deja de existir, y no necesariamente por la utilización de planos fijos o en movimiento, sino principalmente por la generación de espacios. Tanto en el montaje como en el registro de tomas de mayor duración, las secuencias generan una especie de baile frente a cámara donde el ojo espectador no sólo recibe información sino que tiene la pausa para explorar el campo y vagar por la puesta en escena, seleccionando a placer qué deja de lado y qué prioriza. Si consideramos la locura de Pierrot o la utilización del jumpcut en “À bout de souffle”, encontramos en que en las secuencias se genera una atracción entre toma y toma, e incluso entre secuencia y secuencia, permitiendo la generación de un discurso particular en la escena y donde quien observa logra integrarse tanto a la mirada del realizador como a la formación de una mirada propia (algo que posteriormente realizan muy acabadamente las técnicas del cine alemán de Herzog o Fassbinder donde se genera un discurso a través de la escena con un largo suficiente como para que el espectador llegue a su propio punto de vista desde la exploración planteada por el autor). Asimismo, los documentales de Marker o el siempre citado ejemplo de Resnais “Nuit et brouillard” son referentes al hablar de cómo generar tiempo, espacio y, traducido a la larga, punto de vista. En la cámara de Sepúlveda, la opción por la fragmentación de la mirada se contrapone con la inserción de paneos y tilt’s veloces que si bien nos llevan a un objetivo no generan la atmósfera que el movimiento de por sí pretende, trabajando la técnica a favor de una disociación de ideas por sobre la lectura formal a la que el cine nos tiene acostumbrados. Aún así y cuando la intención nunca ha pretendido ser un discurso de sobriedad, esta adopción híbrida de técnicas develan a la larga más que un estilo una intención. El montaje varía tanto que uno al terminar de ver la obra comienza a dividir la película por actos (que no funcionan tampoco como actos estructurales) desde la forma del montaje, y en definitiva se convierte en un collage de técnicas que plasman este especie de cine de guerrilla en el que Sepúlveda vaga constantemente. Estas ideas no sólo nacen desde una crítica a los fundamentos teóricos o técnicos de la película, porque claro, es fácil caer en tecnicismo propios del cine comercial o en facilismos propios del cine social, sino que hay un dato particular que se transfiere desde una idea, si bien se quiere, más idealista y autoral.
Y es que “El Pejesapo” es una ópera prima. Y al ser una ópera prima, el director no sólo busca plasmar una historia sino que es su primera incursión en el terreno audiovisual dando espacio a que la crítica lo reciba más que bajo el discurso que genera la película sino que bajo las decisiones de dirección que él escoge. Eso es lo que marca el rumbo de un director, y en definitiva, el mundo en el que quiere insertarse. Si “cada película es un mundo” como plantea la directora Lucrecia Martel (y que es una definición muy plasmable en su intención de generar un cine social y femenino a través de películas como “La ciénaga” y “La niña santa”) cada realizador es el creador de su propio entorno, transformando en una película el mundo real al mundo en el que quisiera vivir. Sepúlveda, por sobre todas las cosas, plantea la idea de despegarse de los cánones propios del lenguaje y de situarse como un referente de una nueva camada de ideas que ven en el cine una exploración de la contingencia que ellos perciben por sobre la formación de una narrativa o una exploración visual. Y hago hincapié en la idea de situarse como un referente, porque para una película de este tipo, las decisiones de producción no toman mayor incidencia, ya que no son grandes los presupuestos que se manejan, no se involucra ni a muchas personas ni a muchas patentes (permisos, contratos, derechos) y no se sostienen grandes expectativas en cuanto a la penetración que la película pueda llegar a tener. Asimismo sorprende que una película como esta haya tomado tanto tiempo en realizarse y se haya sido tan metódico en decisiones como el casting de Barbarella, y se haya dejado de lado el estilo del registro de las primeras escenas, que, repito, si bien la intención puede ser el disuadir a la audiencia de la expectativa de un cine de corte comercial y generar contraposición en la rítmica y el tono de la película, hay pequeñas decisiones como la elección de ciertos planos correctamente iluminados en una secuencia para luego contraponer aleatoriamente sub con sobreexposición, o la indefinición en los primeros dos actos de la película sobre la postura del raccord y el jump-cut.
De la mano de la idea anterior, es necesario establecer que una película se gesta desde la formulación de una idea hasta el momento de la exhibición, y es quizás aquí donde se genera la mayor contradicción en el discurso de Sepúlveda. “El Pejesapo” logró codearse en festivales de corte social y mantener presencia en foros con realizadores de tonos como Iván Osnovikoff y Patricio Guzmán, mientras a la par se editaba un tráiler en inglés con música extradiegética, montaje rítmico y haciendo énfasis en escenas donde Héctor Silva llora, está recubierto en barro o la anciana que lo recoge mira perdidamente mientras exclama: “yo no lo acepto como hijo”. El tono de la película corre constantemente en ese límite transgresor y desafiante que obras como “Oscuro/iluminado” (Vidaurre) o “Empaná de Pino” (Wincy) sostienen (manteniendo claramente las diferencias, simplemente es una referencia sobre la actitud de los realizadores y las pretensiones de no entenderse como un cine masivo sino que responde a tendencias particulares, motivaciones autorales y , en definitiva, un público más reducido también), donde la idea primera es ser una fuente de disidencia no sólo con el mainstream establecido, sino principalmente, con el modus operandi de la industria audiovisual chilena (si es que se le entiende como tal) y que es un reflejo de la sociedad en la que nos vemos involucrados también. Es decir, el cine que hoy realiza Cristián Sánchez es producto del cine que hace algunos años realizó Raúl Ruiz y que refleja más que nada una actitud de hacer cine, pero el cine que mantiene la escena audiovisual chilena como un foco de influencia o de interés es mucho más cercano al cine de Andrés Wood (y que en ese sentido es una herencia más cercana del cine de Patricio Kaulen). En el caso de Sepúlveda, no se refleja un estilo particular, sino más bien una idea de alejarse de los modelos conocidos. Y recalco esta actitud casi contestaría de “El pejesapo” contra el mundo, ya que esta película llega a ser incluso un hijo bastardo de su misma familia, y que corresponde a lo que podríamos catalogar como “el nuevo cine digital”.
Porque inmediatamente se comienzan a conectar las piezas y salen los análisis sobre el por qué de este tipo de obras, o más bien, de la proliferación de contenidos que hace algunos años ni siquiera tenían cabida en las escuelas. Y es que las nuevas tecnologías han permitido no sólo la diversificación de temáticas sino la accesibilidad a los materiales técnicos necesarios para construir tu discurso, y que se han intensificado hasta llegar al debate sobre qué y por qué se toman ese tipo de decisiones técnicas. Al poder rodar en DVCAM o en HD nacen las justificaciones teóricas sobre cómo entender el tratamiento audiovisual de la obra. Y de la mano, las necesidades propias del guión, el punto de vista, o la exploración que como realizador quieres comenzar. Pero no me parece que Sepúlveda caiga efectivamente bajo este criterio, porque si bien una película como ésta jamás podría haber sido producida en celuloide, la tendencia del cine digital se ha plasmado en dos corrientes: la exploración visual y las historias mínimas. Porque sólo bajo este nuevo paradigma se puede entender una historia como “La Nana”, o una anécdota como “Te creís la más linda…”, y bajo la otra tendencia podemos concebir “Manuel de Ribera” de Christopher Murray y Pablo Carrera o “Catastro de lo posible” de Ignacio Rojas. Pero Sepúlveda no pretende cargar una mochila que tampoco lo acomoda y simplemente se desliga de las ideas preconcebidas, y de paso, de los prejuicios existentes con respecto a cierto tipo de decisiones y prefiere acercarse a un ejercicio de exploración en el que mientras va develando el proceso del pejesapo vamos descubriendo como este ser extraño, perdido, escupido por la sociedad, que maneja a control las opciones que la vida le entrega y que come, duerme y respira lo que quiere porque él lo ha escogido así (o porque no ha querido sucumbir bajo el resto) va adquiriendo un nombre más personal que el de Daniel SS y comienza paulatinamente a denotar una identidad más propia (llamémosle Sepúlveda JL., para continuar la idea).
©Por Ignacio Hache
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MUY BIEN CARAJO