Crítica de cine: “El lobo de Wall Street”

 Crítica de cine: “El lobo de Wall Street”

Scorsese no ha vuelto, nunca se fue

Acostumbrado a los barrios bajos, oscuros y de olor delirante, Martin Scorsese vuelve a su ciudad natal a intentar remecer el imaginario y explicar, con manual en mano, cómo el mundo ha girado en la dirección equivocada. Sin embargo, el reflejo de la sociedad de consumo ya estaba dibujado y sólo quedaba retocar un escenario que le permitiera consagrar una obra clara y efectiva sobre el mundo neoliberal y sobre cómo el progreso contemporáneo se asemeja cada vez más a los intentos de modernidad que había develado treinta años atrás.

“El lobo de Wall Street” es una película que pudo fácilmente ser sólo el biopic de Jordan Belfort, pero que grafica en la técnica de la puesta en escena el dominio absoluto del lenguaje audiovisual, entregando una obra refinada y una historia que, en pantalla, se siente nueva y fresca aunque la hayamos visto con anterioridad.

Las pausas, las explicaciones y las reflexiones son parte del relato. Quizás sumidas en un frenesí, pero que se siente propio al universo. La cámara y su velocidad no aceleran, más bien intentan alcanzar. Como si el punto de vista, el espacio humano y empático, no tuviese la fuerza suficiente como para sobrevivir. Como si se viera obligado a esforzarse el doble y a correr detrás de una máquina nacida y criada para arrasar y dejar atrás todo lo que sea más débil que él.

El Scorsese que conocimos frente a cámara, contándonos sus recuerdos familiares y que a través de ellos denotaba las características de la historia del cine y de movimientos como el Neorrealismo Italiano, no se ha perdido ni ha debido lidiar con el estratega que cubría la ciudad con una especie de niebla en “Los infiltrados” (2006) y que develaba la información a su modo y a su ritmo. No están en veredas contrarias, más bien se extiende a través de su cine una vocación de lectura, de sexto sentido, de intuición y de astucia que pretenden guiar y entretener a un espectador que sabe dónde se encuentra y que presiente lo que va a pasar. Scorsese muestra caminos y describe lugares permitiendo relacionarse con el lugar y verse reflejado con las aventuras de los personajes. Antes fue un hombre común frente a un álbum familiar y una película vieja, luego un forajido descubriendo su propia moral y hoy es un lobo que transita el bosque, descubriendo dónde comer y dónde beber.

El lobo es el corredor financiero, pero también lo es el sistema. El lobo es el dinero y también quien lo gasta. El lobo eres tú al soñar los excesos y yo al escribir de ellos. El lobo es Wall Street, Estados Unidos y las sucias calles de Nueva York que nuevamente muestran su belleza en la pobreza y tiranía de los espacios pequeños. En las manchas de aceite callejeras, en la basura homogénea, en el ruido de las bocinas y de quienes las hacen sonar. En la Nueva York ecléctica, disparatada y obscena. En la Nueva York de Andy Warhol y no la de Woody Allen. Nueva York no es la madriguera ni el bosque en donde el lobo caza, es el sendero libre en el que la Caperucita decide perderse por su curiosidad y ambición. El lobo es Scorsese y un cine que descarna los instintos y festina con ellos.

Scorsese aplica la lógica del storytelling del mejor modo que conoce. La información se devela paso a paso con pausas y curvas en los momentos apropiados. Reconoce información y matiza su importancia. El guión y la dirección se encuentran y dialogan, permitiendo que cada línea se escuche por sí sola y que cada imagen eleve su significado. Nada redunda. Nada falta. Nada sobra. Scorsese no ha vuelto, más bien nunca se fue.

©Ignacio Hache

En Twitter: @Ignacio_Hache

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