Por Jesús Diamantino

“Por muy sórdidas que sean las circunstancias, en el centro de todos los incidentes demoníacos hay un ser humano en graves problemas”, señala Lorraine Warren en el libro Ghost Hunters (2002). Esta cita resulta decisiva porque constituye la base argumental de la paradigmática saga El Conjuro. La primera entrega, estrenada en 2013, significó un punto de inflexión para la gran industria del cine de terror en el nuevo siglo. Paradójicamente, después de décadas dominadas por remakes y por el llamado torture porn —con ejemplos como Hostel (2005) o Saw (2004)—, el público volvía a ser seducido por una historia que retomaba el modelo clásico de la casa embrujada. Pero esta vez lo hacía desde una clave distinta: la resignificación de la lucha entre el bien y el mal. En lugar de privilegiar protagonistas cínicos o antihéroes como John Constantine, James Wan y compañía optaron por una pareja —de dudosa credibilidad en la vida real— y los transformaron en paladines de la justicia y del conservadurismo.

Es en esa vena donde Ed y Lorraine Warren se vuelven entrañables para los espectadores. Su enfrentamiento con lo demoníaco no solo es un combate sobrenatural, sino también una defensa de valores tradicionales: la familia heterosexual con hijos, la religiosidad católica, las costumbres moralmente aceptables. La fuerza de la saga radica en que los Warren se internan en la intimidad de familias acosadas por demonios, y allí se revela el verdadero núcleo narrativo: la reafirmación de una estructura social y moral en crisis.


La primera película de (2013), es ejemplar en este sentido. Lorraine Warren (interpretada por la talentosa Vera Farmiga) enseña a Carolyn Perron (Lili Taylor) que la única forma de derrotar a la bruja vengativa es aceptar su maternidad como un regalo de Dios, dejando atrás la depresión y la frustración de sus problemas económicos y de su insatisfacción como esposa. En The Conjuring 2 (2016), Ed Warren (Patrick Wilson) asume el rol de figura paterna sustitutiva frente a la familia Hodgson, víctimas de un demonio bajo el disfraz de monja blasfema (ya con dos películas deficientes a su haber) y que hostiga a los hijos de Peggy Hodgson (Frances O’Connor), echándole en cara su condición de “madre soltera”. La tercera entrega, The Conjuring: The Devil Made Me Do It (2021), se distancia del tópico de la casa embrujada para abrazar un thriller investigativo. Centrada en el caso real de Arne Cheyenne Johnson —primer acusado en Estados Unidos en alegar posesión demoníaca como defensa legal tras cometer un asesinato—, la película bordea la crónica policial, pero lo hace con el mismo sesgo conservador: subrayar la incidencia de la Iglesia como fuerza moral ineludible, incluso dentro del sistema judicial. La cuarta y supuestamente última película, The Conjuring: Last Rites (2025), mezcla elementos de las anteriores sin lograr una identidad clara, pero acentúa un tema central: la perpetuidad del legado religioso en Judy Warren (Megan Ashley Brown) y en su futuro matrimonio, proyectando la continuidad de los valores familiares como eje fundamental.

Quizás el verdadero éxito de la saga —junto al inconfundible sello pseudo – documental de James Wan y el retorno al espacio doméstico como territorio de miedos pre y pospandémicos— radica en la creación de personajes intrínsecamente misericordiosos, entregados a una labor evangelizadora. Pero detrás de esa generosidad, lo que late es una pulsión inquietante: la adhesión a nuevos extremismos sociales y políticos, la infestación de valores rígidos que hoy resurgen con fuerza en distintos rincones del mundo. En este sentido, la saga de El Conjuro no solo revitalizó el cine de terror: también convirtió el horror en una metáfora del orden conservador, logrando que millones de espectadores a nivel mundial se identificaran con una cruzada moral bajo la forma de espectáculo cinematográfico.

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