Crítica de cine: “Mi papá es un gato”

 Crítica de cine: “Mi papá es un gato”

“Mi Papá es un Gato” es una película que difícilmente hubiese funcionado hace unos años, pero al menos tenía una chance. Hoy, si queremos ver gatos gruñones haciendo cosas graciosas podemos encontrar toneladas de material en Internet. Y quizás ese es el problema con esta película: todo lo que sale en ella parece archivisto y repetido. Lo que se te ocurra, alguien ya lo hizo antes. De hecho, ya hay una película con un papá que se convierte en perro, una que muere y se hace fantasma (Con Bill Cosby) y otra en la que reencarna en un mono de nieve. Les juro que es verdad. Y en todas, el papá debe recuperar a su familia y redimirse por ser un padre ausente y despreocupado.

Frank Underwood es un político que busca llegar al poder, pero mientras tanto se oculta bajo la identidad de Tom Brand, un magnate de los negocios que no toma muy en serio a su familia, ni al hijo que tuvo con la primera esposa, ni a la hija que tuvo con la segunda. El clásico trabajólico amargado con aires de Ebeneezer Scrooge.

Antes de llegar a ser reelecto como presidente, Frank Underwood tiene un accidente y por razones que escapan a la lógica, reencarna en el gato que le compró a su hija para su cumpleaños. Y claro, mientras el cuerpo humano está en coma, el gato deberá conectarse con su familia, y aprenderá a valorar a sus seres queridos como nunca lo hizo de humano. Claro, la moraleja de la película es que si eres un gato adquirirás una nueva perspectiva de la vida. ¿Soy yo o las moralejas son cada vez más posmodernas?

Cual si de Ulises antes de llegar a Ítaca se tratase, los Espinitas de la empresa en la que trabaja Frank Underwood aprovecharán la ausencia del jefecito e intentarán robarle la compañía. Pero ahí está su propio Telémaco, el hijo de Frank, para frustrar los malvados planes del yuppie inescrupuloso que hace de villano.

Y claro, la transformación en gato tiene una explicación de corte espiritual: todo se trata de un desquiciado plan por parte de un enigmático vendedor de gatos que orquestó todo para darle una lección a Frank por ser un político tan manipulador y corrupto. El vendedor viene a ser algo así como el vendedor de la librería de “La Historia sin Fin”, y en este momento uno se pregunta por qué, de existir estas fuerzas misteriosas capaces de intervenir así en nuestras vidas, por qué se preocupan de problemas tan primermundistas como una niña rica cuyo padre no le presta la suficiente atención ¿Qué las fuerzas cósmicas no han oído hablar del Sename o de las fábricas con mano de obra infantil?

Como pueden ver, la historia es un reciclaje a todas luces, y quizá lo único que pudo haber sido atractivo en la película se arruina por culpa de la tecnología digital. Las escenas en las que Frank Underwood es un gato y supuestamente hace cosas graciosas, pudieron haber sido hechas con un gato de verdad, que son mucho más simpáticos que un mono digital. Pero no, a los realizadores les pareció que nos divertiría ver al gato haciendo cosas de humanos o que un gato normal jamás haría, y por eso abundan las escenas con el gato poniéndose de pie, escribiendo o haciendo acrobacias imposibles para cualquier felino.

En definitiva, una cinta del todo olvidable, y de la que solo puede esperarse que Underwood renuncie al sector privado y abandone esa identidad de Tom Brand, para retornar al mundo de la política a hacer lo que mejor hace: intrigas y manipulaciones.

No, a ver, en serio ¿A alguien le pareció una buena idea hacer esta película? ¿Siquiera concebirla como idea? ¿Tan mal está Frank Underwood que necesita financiamiento para su campaña?

Por Felipe Tapia, el crítico que sufre en silencio aunque aparente estar feliz por fuera

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